El pequeño pueblo de Villaflores podría describirse como cualquier pueblo normal de cualquier provincia española. Una foto de Villaflores podría aparecer en las redes sociales con el nombre de una localidad de Cuenca, de Salamanca, de Cáceres…, y nadie notaría la diferencia. Sus casas, que ninguna superaba los tres pisos de altura; sus calles aptas tanto para coches como para ganado; sus puertas de madera y sus balcones llenos de flores; todo era similar a cualquier otro “pueblecito”.
La plaza de Villaflores se parecía a otras plazas de pueblos o incluso de ciudades: la fachada del ayuntamiento, al norte, de un estilo sencillo, con un reloj en su parte superior construido hace siglos y roto desde hace décadas. El resto de la plaza lo formaban diferentes negocios: un banco, una pastelería, algunas tiendas y varios bares de tapas.
En fin, que Villaflores sería un pueblo normal y corriente, excepto por un curioso y extraño hecho…
Las mujeres de Villaflores no tenían la capacidad de enamorarse. Así de simple. Así de triste. Nadie podía explicar bien la razón de esta extraña singularidad. Los más antiguos hablaban de una bella amante del rey de España, Juana de Mendoza, que vivió prisionera en secreto en Villaflores. El rey, que la amaba con locura, le construyó un palacio en el pueblo, lo que ahora era la biblioteca municipal, y allí la visitaba frecuentemente. Sin embargo el rey tuvo que casarse con una princesa de otra nación por cuestiones políticas y la pobre amante gritó desde la torre del campanario de la iglesia, antes de saltar desde ella, que en Villaflores no había lugar para el amor. Era tan importante esta leyenda para el pueblo que cada año, en las fiestas de abril, se hacía una representación teatral en la plaza del pueblo para recordar aquella triste historia.
Por otro lado, algunos investigadores habían estudiado el extraño fenómeno desde un punto de vista estrictamente científico. Hablaban de una predisposición genética a no producir ciertas hormonas que creaban la sensación de bienestar que conocemos como el amor. Incluso algunos de ellos se habían desplazado a la localidad para hacer un estudio en el lugar. El resultado había sido un desastre: cada hombre investigador que visitaba el pueblo volvía con el corazón roto, enamorado de una villaflorense sin ser correspondido.
Al menos los matrimonios en Villaflores no eran una mentira. Eliminados totalmente los sentimientos, se celebraban bodas para mejorar el pueblo. Por ejemplo, miembros de familias pobres se casaban con otros de familias más ricas y así se conseguía equilibrio económico. Si el dueño de la pescadería necesitaba alguien para traer pescado del puerto, casaba a su hija con un chico dispuesto a ayudarle, o si el bibliotecario necesitaba a alguien culto e inteligente para ayudarle con su labor, se buscaba a una chica estudiosa como esposa.
Todo parecía funcionar sin amor. Si no felices, la gente vivía tranquila y sin preocupaciones. Únicamente, cuando se apagaban las luces y la ciudad poco a poco iba durmiéndose, se oían suspiros, cientos de ellos. Suspiros llenos de paz y de tristeza.
Sara era una chica de ojos verdes y pelo castaño, rizado, con una piel blanca y suave y con una sonrisa limpia. Apasionada del cine, cada tarde se acercaba a la biblioteca, después de su trabajo en la pastelería del pueblo, para tomar prestados algunos DVD. Conocía los clásicos y también las nuevas tendencias tanto de Hollywood como de Europa y Asia. Luego le encantaba hablar y hablar de esas historias que había visto. En los ojos de los muchachos de Villaflores se podía leer la adoración que sentían por Sara.
Muchos la amaban en secreto y habían escrito poemas de amor inspirados en ella. Algunos contaban los minutos hasta el momento en el que ella pasaba cada día debajo de su ventana yendo al trabajo y volviendo de él. Pero ninguno lo comentaba con nadie. Desde hacía siglos ningún hombre hablaba de sus sentimientos, ¿para qué?
Pero volviendo al día al que nos referíamos, al atardecer de una lluviosa tarde de otoño, cuando se encendían las luces de las casas como pequeñas velas en medio del vacío que rodeaba Villaflores, Sara encendió su lector de DVD para ver la película que había cogido ese día, La buena estrella. Una película española de los años noventa de la que había leído muy buenas críticas. Le habían dado muchos premios, los actores y el director eran muy buenos, pero al leer la sinopsis había dudado: “una película romántica, que habla de amor y dolor”. ¡Qué pereza! Había intentado descubrir qué era el amor en tantas y tantas películas… Claro que podía sentir y comprender el amor a la familia, a los amigos e incluso a las mascotas, pero no el amor romántico, ese sentimiento tan profundo del que hablaban los libros.
Pero cuando la película terminó Sara sintió un vacío en el pecho. El amor del que se hablaba en aquella película era un amor extraño, irracional, ilógico, nada de “chico guapo conoce a chica guapa y al final se casan”. No. En aquella película el amor era otra cosa.
Y por primera vez en su vida Sara envidió a los que eran capaces de enamorarse.
Así que después de pensar y pensar durante toda una noche en vela tomó una decisión.
La mañana siguiente todo parecía normal en Villaflores, pero poco a poco el murmullo de la gente fue creciendo y creciendo a medida que se iba conociendo la noticia. Al ir al trabajo, muchos habían encontrado en sus puertas un papel que tenía el siguiente mensaje:
Yo, Sara Rodríguez Almansa, convoco un concurso en el que podrán participar todos los habitantes del pueblo. Dentro de una semana, a quien sea capaz de explicarme lo que es el amor le ofreceré casarse conmigo.
La noticia se extendió rápidamente entre la población masculina. Nerviosos pero ilusionados, los villaflorenses no hablaban de otra cosa. Pasaron en pocos minutos de la euforia al miedo, y del miedo a la esperanza.
Los libros de poemas de amor se agotaron en la biblioteca y en la librería, las cajas de bombones en la pastelería y las flores en la floristería. Durante aquella semana, muchas luces no se apagaron en toda la noche.
Finalmente llegó el gran día. La plaza del pueblo estaba llena. Todas las mujeres del pueblo habían acudido, intentando esconder la envidia que sentían. También, todos los hombres estaban allí, los que iban a participar y los que no. Se había colocado un podio y encima del podio una silla a modo de trono donde Sara recibiría a los candidatos.
Y empezó la competición. Cientos de jóvenes solteros intentaron convencer a Sara de que eran su hombre ideal con canciones, poemas, bailes, platos cocinados por ellos mismos… Le hablaron de viajes, de noches románticas, de ver las estrellas y la luna juntos, de que por amor le darían todo… Pero los candidatos y las horas pasaron, y la cara de Sara mostraba una mezcla entre aburrimiento y decepción. Cuando parecía que todo había terminado, Sara se levantó con la cara seria, pero antes de abrir la boca para decir las palabras “el amor no existe” alguien se acercó.
Era el hijo del herrero, un muchacho tímido de unos 20 años y de pocas palabras. Subió las escaleras que llevaban al podio donde Sara se encontraba. Los dos contuvieron la respiración. Ella curiosa, él serio.
Entonces, cogiendo a Sara por sorpresa, hizo algo que nunca antes había hecho ningún hombre por ninguna mujer en aquel pueblo. Le cogió la mano y se la colocó en su pecho, y Sara pudo notar con sus dedos como habla un corazón enamorado, mientras el joven la miraba a los ojos. Así permanecieron durante unos segundos, hasta que aquel chico puso también su mano en el pecho de ella, justo en el lugar del corazón. Estaban inmóviles, solo mirándose y notando el corazón del otro con la mano. Nadie en la plaza se atrevía a mover un músculo.
De repente el joven separó su mano del pecho de Sara, que durante unos instantes se quedó sin aire. Acercó sus labios al oído de Sara y le susurró, muy bajo, muy despacio:
—Ahora ya sabes lo que es el amor.
Y diciendo esto bajó del podio dejando a Sara, la orgullosa y bella Sara, desconcertada y con ganas de llorar sin razón. Y después de unos instantes de duda, ella también bajó y siguió a aquel chico que le había hecho sentir algo desconocido.
Pero algo inexplicable pasó aquel día en aquella plaza, y es que, poco después, los hombres y las mujeres de Villaflores giraron sus cabezas los unos a los otros, y todos se miraron a los ojos. Y aquello originó sonrisas, caricias, susurros, besos entre los casados y los no casados. Y después de siglos, los pechos de las mujeres de Villaflores estuvieron llenos de amor.
Y desde aquel día en Villaflores se vive como en cualquier otro pueblo. Ahora todos, independientemente del género, pueden disfrutar o sufrir por amor. Ahora cualquiera puede entregarse a otra persona o romper su corazón. La vida es más complicada y confusa, pero de lo que no hay duda es de que es vida.
Era el hijo del herrero, un muchacho tímido de unos 20 años y de pocas palabras. Subió las escaleras que llevaban al podio donde Sara se encontraba. Los dos contuvieron la respiración, ella curiosa, él serio.
—Tú no me conoces, pero yo a ti sí —dijo el muchacho—. Yo soy Esteban, el hijo del herrero. Cada día pasas por delante de mi casa. Cuando me miras, siento que podría hacer cualquier cosa por ti.
Sara no sabía cómo reaccionar. Movía la cabeza sin saber muy bien qué decir.
—Tú para mí lo eres todo, cada mañana me despierto pensando en esos cinco segundos que tardas en pasar enfrente de mi casa. Y cada noche me acuesto llorando de tristeza, sin poder dormir, rabioso, sabiendo que nunca tendré tu cuerpo entre mis manos ni estaré jamás en tu pensamiento.
Todos los asistentes empezaron a preocuparse por las palabras del joven, pero nadie se atrevía a mover un músculo.
Entonces Sara habló:
—Esteban, yo quiero saber lo que es amar, quiero que alguien me lo explique… —pero Sara dejó de hablar cuando Esteban sacó una pistola y le apuntó con ella y la plaza se llenó de gritos de terror. El policía que estaba allí para vigilar el evento sacó su pistola y apuntó a Esteban.
—¡Cállate! ¡Cállate! ¿Explicar qué es el amor? El amor es sufrimiento, el amor es frustración, el amor es…
Sonaron dos disparos y después se hizo de nuevo el silencio. Del pecho de Esteban brotó sangre y cayó al suelo, sin dejar de mirar a Sara. Esta, en estado de shock, se tocaba el brazo izquierdo en la parte donde le había rozado la bala.
El policía que había disparado contra Esteban corrió hasta su cuerpo. Estaba muerto. Luego se dirigió a Sara.
—¿Estás bien?
—Eh… sí, sí. Estoy bien —dijo, mientras caían lágrimas de sus ojos.
Porque aquello tampoco era amor.
Quería ir al origen del problema, y el origen del problema era el lugar donde la leyenda de Juana de Mendoza se había originado. No creía en cuentos ni leyendas, pero ahora algo en su interior le decía que al menos tenía que probar algo nuevo.
Así que esa misma mañana volvió a la biblioteca y pidió al bibliotecario información sobre la historia del edificio y la época en la que Juana vivía allí.
—Pues qué casualidad que me lo preguntes, porque la habitación de Juana estaba en el tercer piso, justo en el lugar en el que estaba ese DVD que llevas ahora en la mano —le confesó el bibliotecario.
La película estaba en un viejo almacén donde se guardaban los libros y películas que nadie quería ver. Era un lugar al que solo podía acceder el bibliotecario.
—¿Podría subir con usted allí? Es que tengo mucha curiosidad por ver la antigua habitación de Juana —preguntó Sara.
No puso ningún problema. Subieron por la escalera de caracol hasta el tercer piso. Cuando abrieron la puerta, una nube de polvo hizo toser a Sara.
—¿Podría quedarme unos minutos?
—No sé para qué —dijo extrañado el bibliotecario—, aquí no sube nunca nadie, pero si es tu deseo…
Sara por fin estuvo sola y exploró la habitación. Sentía que algo la guiaba. Tocó con sus manos las paredes de la habitación y entonces notó que entre dos piedras había una corriente de aire. Una de las piedras se movía. Con mucho esfuerzo consiguió mover la piedra hasta que cayó al suelo.
La piedra dejaba ver un agujero donde había una caja de madera. Sara miró a un lado y al otro, cogió la caja y puso la piedra en su sitio. Escondió la caja en su mochila y se fue a casa.
Y allí, cuando estaba segura de que nadie la veía, la abrió…
La caja estaba llena de cartas: ¡Las cartas que Juana y el rey se habían mandado! Y estaban cerradas. Sara comprendió que alguien hacía siglos había escondido aquellas cartas para distanciar al rey y a Juana y ocultarles que todavía se amaban. Leyó las cartas una a una. Las cartas contaban anécdotas sin importancia, pero también asuntos importantes que habían sucedido en la Corte de España. Los temas políticos se mezclaban con palabras de amor y de esperanza de volver a verse, pero a partir de cierta fecha las cartas eran tristes, siempre el mismo tema: “¿Por qué ya no me escribes?” ¡Los dos pensaban que el otro le había dejado de amar!
Y mientras leía esas cartas, algo extraño pasó en Villaflores. En el parque, las niñas se acercaron para hablar con los niños, y en unos minutos todo eran risas y juegos; en casa, la señora Gutiérrez se sorprendió a sí misma acariciando a su marido, que también estaba asombrado. Y en los bares de la plaza aquella tarde y aquella noche no hizo falta alcohol para ver parejas besándose en las esquinas.
Después de leer aquello, Sara salió a la calle para contar a la gente lo que había descubierto. Pero al salir del portal vio pasar en bicicleta a Juan, el profesor de la escuela. Este sonrió y saludó. Ella hizo lo mismo.
Y su corazón palpitó como nunca.
La caja, lo supo enseguida, perteneció a Juana de Mendoza y era su joyero. Contenía joyas como pendientes, collares o pulseras. “Esto valdrá una fortuna”, fue lo primero que pensó. Pero entre las joyas una llamó su atención: un anillo acompañado de una inscripción:
“nuestro amor y nuestro matrimonio durarán para siempre”.
Era un anillo de compromiso.
Sara no podía creerlo. Buscó en Wikipedia, en algunas páginas de internet especializadas en historia, nada. En ningún sitio aparecía información sobre el compromiso del rey con su amante. Sara imaginó a la pobre Juana esperando y esperando, encerrada en aquella habitación, hasta que, deprimida y desesperada, guardó el anillo en el joyero y lo escondió para siempre en aquel hueco.
La joven sabía que tenía que compartir esa información con alguien. Colocó otra vez las cosas en el joyero, pero al coger el anillo sintió algo, una fuerza extraña. La misma fuerza que la había llevado a elegir el DVD de La buena estrella y la misma que había notado en la habitación y que la había guiado hasta el escondite del joyero. Una fuerza extraña que la obligaba a ponerse aquel anillo.
A la mañana siguiente el cura abrió la puerta de la iglesia para la misa de ocho. Él fue el primero en ver el cuerpo muerto de Sara en el suelo, al pie del campanario, como hacía siglos había aparecido el de Juana de Mendoza.
Y llevaba un anillo en el dedo.
Martín Guevara tenía los ojos azules, el pelo rubio y un atractivo irresistible para las mujeres. Hijo de una familia rica, el dinero nunca había sido importante para él porque había tenido suficiente siempre, aunque ahora prefería vivir de lo que ganaba como fotógrafo freelance viajando por el mundo.
Una importante revista le había pedido un reportaje sobre el desierto de Arequipa en Perú. Pero a pocos días de irse leyó en internet un reportaje sobre las mujeres de Villaflores que no sabían amar. Canceló todas las reservas (billetes de avión y de tren, hoteles, etc.) y se fue para allá.
¿Cómo no? Siempre había tenido mucho éxito entre las mujeres, como lo confirmaba su larga lista de amantes. Todavía no había encontrado a la mujer de su vida, algo que no le preocupaba, pero sí que muchas habían creído que él era su príncipe azul.
Así que para él un pueblecito en el que las mujeres no eran capaces de amar no solo era un posible escenario para un reportaje fotográfico. Era un desafío.
Llegó una mañana de abril montado en su motocicleta. El pueblo estaba lleno de colores, con flores en las calles, en las plazas y en los balcones. Martín dejó las cosas en el pequeño hotel en el que iba a dormir durante su estancia y salió a dar un paseo para comprobar si era verdad lo que se decía.
Pronto se dio cuenta de que así era. Ninguna chica se fijaba en él, algo extraño para alguien acostumbrado a ser el centro de atención. Solo encontraba caras de desconfianza por la presencia de un extraño en el pueblo. Se fue a dormir herido en su orgullo.
Así que su segundo día se puso su ropa más seductora, cogió su cámara y paseó de nuevo por el pueblo. A cada mujer que se encontraba le hablaba de sus viajes y de su interesante vida. Nada. En vez de impresionarlas, las aburría.
Cansado, Martín entró en un bar para tomar algo. Se acercó a la barra y pidió una cerveza. Y al otro lado de la barra... estaba ella. Martin, el don Juan que había hecho sufrir a decenas de mujeres, se quedó como una estatua delante de Estela, una joven de ojos negros y piel morena. Estela era la camarera del bar. Le trajo la cerveza, le miró a los ojos con calor y con frío al mismo tiempo y se fue sin hablar.
—Ten cuidado, “chico de ciudad” —dijo un viejo que había visto toda la escena—, a todos nos ha pasado lo mismo, pero no todos hemos sobrevivido a ello.
—Sí, no sé si sabes lo de la maldición —dijo la camarera— las mujeres de Villaflores no sabemos amar. Has venido a hacer las fotos de la representación, ¿verdad?
Estela, la camarera, hablaba de la obra de teatro que se hacía cada año en la plaza del pueblo, en la que se representaba la historia tan conocida del rey y su amante Juana de Mendoza. Martín la conocía, ya que era la razón de la publicación del artículo que había leído.
—Sí, sí —disimuló Martín—, para eso he venido, hago un reportaje para El Correo de Madrid.
—Vaya, sí que somos importantes. Pues espero que me saques guapa.
—¿Tú participas?
—¿Cómo que si participa? Ella es la estrella —interrumpió de nuevo el viejo—. Ella es Juana de Mendoza en la obra.
Martín vio su oportunidad y dijo que precisamente estaba buscando a alguien de la obra para hacer una entrevista para el reportaje.
—Podríamos quedar esta tarde, tomamos un café y te hago unas preguntas.
—No pierdes el tiempo, ¿eh?
Estela aceptó la invitación y quedaron por la tarde en el Café Sol de la plaza. Mientras le hacía fotos, Martín no habló tanto de sí mismo, sino de los lugares que había visitado. Aquellas historias de lugares exóticos llamaban la atención de Estela. Después ella le contó cotilleos del pueblo e historias sobre hombres que habían perdido la cabeza por mujeres de Villaflores.
—Espero que no seas tú uno de ellos, me caes bien —dijo sonriendo mientras se despedían.
Demasiado tarde, Martín estaba totalmente enamorado de ella.
Al día siguiente todo el mundo iba de un lado a otro preparando los disfraces de época, las armas de atrezo y otros elementos necesarios para la obra. Incluso participaban animales reales como caballos, burros y un perro. La gente estaba muy emocionada porque esta obra de teatro era el evento más importante del año.
La historia se dividía en tres partes: la primera, muy romántica, contaba cómo se habían enamorado Juana y el rey. La segunda hablaba de algunos episodios que habían vivido juntos y era la preferida de los niños porque tenía mucha acción, con combates con espada. Finalmente, la tercera parte, contaba el triste final de Juana.
Durante la primera y la segunda parte Martín hizo fotografías de todos los personajes, pero la mayoría de las fotos eran de Estela que estaba bellísima con su disfraz medieval.
Cuando terminó la segunda parte hubo una pausa. El actor que hacía del rey pasó cerca de él y fue directo al bar.
—Perdón, perdón, tengo que ir al baño, por favor.
Martín pensó que sería una buena idea tomar una cerveza y fue también al bar. Al entrar vio que el actor que hacía del rey había dejado su corona, su capa y su espada en una silla mientras estaba en el servicio. Y Martín tuvo una idea.
—Quizás sea una locura, pero hay que intentarlo —dijo mientras cogía el vestuario del rey y salía del bar en dirección a la plaza.
La tercera parte de la obra comenzó. En el escenario que estaba en la plaza del pueblo estaba Estela, es decir, Juana de Mendoza, esperando al rey. La plaza estaba llena porque este momento era el preferido por todo el pueblo, el momento de la tragedia en la que Juana conocía el matrimonio del rey. Un chico disfrazado de sirviente subió al escenario y le entregó una carta a Estela. Ésta la abrió y la leyó delante del público.
—Mi amor, te escribo esta carta para contarte con lágrimas en los ojos una terrible noticia —Estela hizo una pausa. Todo el mundo estaba en silencio. Aunque ya sabían el contenido de la carta, era un momento muy emocionante.
—En esta carta te informo de que…
—¡No leas la carta, Juana!
A Estela se le cayó la carta al suelo de la sorpresa. Allí estaba Martín, disfrazado y actuando como el rey.
—No leas esa carta.
El público estaba enfadado. Algunos decían “Eh, que no es así”. Otros preguntaban “¿quién es ese idiota?”, pero Martín pidió silencio.
—Silencio, por favor. Yo, el rey de España, he cometido un error. En esa carta está escrito que me voy a casar con otra, pero finalmente he decido que no quiero vivir otra vida que no sea estar contigo. Hoy, aquí delante de todo el mundo, voy a seguir a mi corazón.
Y diciendo esto Martín se arrodilló delante de Estela.
—A ti es a quien quiero. Pase lo que pase.
Estela lo miraba sin decir una palabra. No sabía qué decir ni cómo reaccionar, pero notó algo dentro de ella que no había sentido nunca.
—¿Tú me quieres a mí?
Y por primera vez en mucho tiempo, en aquel pueblo, una mujer pronunció esas palabras que pueden cambiar la vida de alguien para siempre.
—Sí, yo también te quiero.
Cuando salió del bar, estaba nublado. En pocos minutos el tiempo había empeorado mucho. Entre el público había algunos paraguas porque ya había empezado a llover levemente.
Pero Martín estaba decidido a jugar su última carta: intentar conseguir el amor de Estela en el escenario.
Y precisamente en el escenario Estela como Juana de Mendoza abrió una carta. Era una carta que todo el mundo conocía: la carta en la que el rey le contaba a Juana que se iba a casar y que no volverían a verse, pero en el momento en el que iba a leer la carta delante del público, Martín se subió al escenario, con las cosas que el actor que hacía del rey había dejado en el bar. Martín quería interpretar al rey y así sorprender a Estela.
Al principio la gente estaba sorprendida, pero poco a poco la sorpresa dio paso al enfado.
—¡Tú, el fotógrafo, fuera del escenario! —dijo una señora.
—¡Eh, que el rey ya no sale en la historia! —gritó un hombre muy enfadado.
Martín no hizo caso y se acercó a Estela.
—Mi Juana, estoy aquí para decirte que te amo y… —no pudo terminar la frase porque un tomate impactó contra su cara —¡Vete, fuera de aquí!
Martín miró a los ojos de Estela esperando encontrar un poco de amor o al menos de ternura, pero Estela le miró fríamente.
—Eres un idiota —fue lo único que le dijo.
Entonces un huevo fue lo que impactó contra el cuerpo de Martín, y después otro y después más tomates. Martín se cubrió la cabeza con la capa de rey, pero los impactos eran dolorosos. La gente le tiraba lo que encontraba: comida, botellas de plástico e incluso alguna piedra.
Mientras Martín se protegía del ataque, Estela se quitó su disfraz medieval y bajó del escenario, muy seria, pensado que la fuerza de la maldición de Juana de Mendoza era demasiado fuerte. Y se preguntaba si alguna vez una mujer de Villaflores podría amar a alguien.
Martín se sentó con el viejo.
—¿A qué se refieres?
—Sabes bien a qué me refiero. Enamorarse perdidamente de una mujer que nunca será tuya es peligroso. ¡Estela! dos cervezas aquí, que yo invito —gritó el viejo llamando a la camarera.
Estela se acercó hasta la mesa y volvió a mirar a los ojos de Martín. El joven no se movió.
—¿Qué te trae por aquí?
—Eh, hola, soy… soy fotógrafo profesional, yo estoy aquí para…
—Ah, ya, el fotógrafo que habla con todas las mujeres del pueblo, ya me han hablado de ti.
—Eh… yo…
—Pues no parece que hables tanto como dicen.
Todas las personas que estaban en el bar rieron. Estela volvió a la barra con una sonrisa malvada. Martín supo en ese momento que estaba enamorado.
Por la tarde, Estela estaba en su casa viendo la televisión cuando algo chocó contra el cristal de su ventana. La abrió y miró hacia la calle, allí estaba Martín sonriendo, con su cámara colgando del cuello.
—¿Qué te pasa? —dijo Estela desde la ventana—, ¿te aburres en Villaflores? No te creas especial, nos pasa a todos.
—No, no, solo que… he venido a trabajar, a hacer fotos, y quería hacer un reportaje y necesito una modelo femenina, ¿te apuntas?
Estela dudó unos segundos, pero tenía curiosidad.
—De acuerdo, fotógrafo, ahora bajo.
—Acabo de ganar una batalla —pensó Martín.
Martín y Estela pasearon por el pueblo. Martín le dijo que necesitaba hacer un reportaje para una revista extranjera sobre turismo rural en España.
—Ya…—le contestó Estela, riendo. Y aquella risa enamoró todavía más a Martín.
Hicieron fotos en la plaza, con Estela rodeada de palomas; en el río, con los árboles como escenario; en la pastelería, en la que Martín hizo fotos a Estela con otra chica, Sara. Después, cuando estuvieron solos de nuevo, Estela le contó que todos los hombres del pueblo amaban en secreto a Sara.
—Pues no es para tanto —dijo Martín, que solo tenía ojos para Estela.
Y charlando y riendo llegaron a la puerta de la casa de ella cuando ya era de noche.
Estuvieron sin hablar unos segundos. Estela rompió el silencio.
—Martín, ha sido un día genial de verdad, y no pienso que seas mal chico pero seguro que ya sabes que…
— Buenas noches Estela, mañana nos vemos —cortó él con una sonrisa. Se dieron dos besos y se despidieron.
Estela se durmió pensando en el pobre Martín. Le parecía un buen hombre. Estaba contenta porque pensaba que Martín había comprendido que era imposible conseguir su amor. Y Martín… Bueno, Martín no durmió. Pasó toda la noche eligiendo e imprimiendo fotos. Su impresora portátil se quedó sin tinta; solo en ese momento paró y salió a la calle a cumplir la última parte de su plan.
Aquella mañana Estela se levantó a la misma hora que cualquier día normal. Desayunó lo de siempre: café, zumo de naranja y tostadas con aceite y sal. Pensó en Martín y se preguntó cómo estaría y si se habría ido ya de Villaflores. Salió de su casa para ir al trabajo, pero al abrir la puerta encontró una sorpresa: alguien había hecho un camino con fotografías. Cogió la primera foto, en la que ella tomaba un café con la mirada perdida. Dio la vuelta a la foto y había una frase: “Estela enamorándome en silencio”. Estela sonrió. Cogió la siguiente, en la que estaba jugando con los pies en el agua: “quiero que se caiga para rescatarla”. La siguiente con aquella chica de la pastelería, Sara: “solo te veo a ti en esta foto”.
Con cada foto Estela se sentía cada vez más extraña pero no podía parar de recoger las fotos y de seguir el camino que Martín había hecho. Fotos con detalles de sus ojos, de sus labios, muchas de ella sonriendo…
El camino terminaba en la puerta del bar. Recogió la última foto, en la que ella había salido desenfocada, giró la foto y leyó la frase: “serás mi misterio para siempre”.
Abrió la puerta del bar y allí estaba Martín, sentado en la barra en la misma posición que el día anterior.
—Hoy puedo hablar sin problemas y sin miedo. Sé que es una misión imposible que te enamores de mí, pero lo intentaré. Después de todo, eso es el amor. Yo lo descubrí ayer, pero no cuando te vi, sino cuando no estabas conmigo y seleccionaba las fotos. Solo pensaba en ti y en hacerte sentir feliz.
—Yo… Ha sido increíble….
—Ahora solo quiero invitarte a un café, aunque sea tu horario de trabajo. ¿Puedo? —Estela aceptó la invitación sonriendo.
Y por primera vez en cientos de años, el corazón de una mujer de Villaflores se llenó de calor.
Martin puso fotos de Estela por todas partes: en los bancos de los parques, en las puertas, en las macetas, en árboles y en ventanas. Villaflores se cubrió con imágenes de los ojos, los labios, la sonrisa de Estela. Fotos de Estela jugando en el agua, corriendo por la calle… Martín quería enseñarle lo que era sentir amor por alguien y quería hacerlo con sus fotos.
Cuando Estela salió a la calle y se vio en todas aquellas fotos en vez de ir al bar a trabajar fue directamente al hotel donde se alojaba Martín. Él la estaba esperando ilusionado, pero cuando la vio, comprendió que no había funcionado.
—¿Quién te ha dado permiso para esto? —le gritó Estela mientras tiraba sus fotos al suelo.
—Pero…
—¡Pero nada! ¿Te crees que puedes venir aquí y cambiar algo que hemos sufrido durante años?
—Estela, estoy loco por ti, solo he seguido mis sentimientos. Ayer pasamos una tarde fantástica y…
—Ayer solo dimos un paseo y fui amable contigo. Te lo intenté decir cuando nos despedimos. Coge tus fotos y vete de aquí, que estamos hartos de gente como tú que cree que necesitamos su ayuda. Vivimos muy bien sin amor, a lo mejor los que tenéis que "curaros" sois vosotros —y diciendo esto se marchó. Martín se sentó en la cama. Estuvo así durante unos minutos, después se levantó e hizo su maleta.
Una hora más tarde iba por la carretera con el corazón roto. Se sentía vacío por dentro. Y nunca más en su vida dejó de sentirse así.
Una mañana de verano, el viento suave del campo entró por las ventanas de las casas de Villaflores. El sol apareció en el horizonte y el gallo hizo lo que la madre naturaleza le enseñó a hacer a sus antepasados gallos: molestar. Así que el gallo hizo “¡Ki, ki ri kiiii!”.
El canto del gallo se extendió por Villaflores despertando a todo el mundo, pero algo…. algo no iba bien. Mientras más abandonaban el mundo de los sueños y volvían al real, más confuso les parecía todo y más creían seguir en un sueño. Pronto empezaron los gritos. Algunos salieron a la calle, alucinando con lo que veían a su alrededor.
Cuando se vieron unos a otros los gritos dieron paso a las preguntas:
—¿Quién eres tú? —y, sobre todo— ¿DÓNDE ESTOY?
Se daba el increíble hecho de que todas aquellas personas, 264 exactamente, estaban en Villaflores por primera vez en su vida, pero lo más interesante y misterioso es que no tenían ni idea de cómo habían llegado hasta allí. Cada uno se había dormido en su casa en la ciudad donde vivía, pero aquella mañana habían despertado sin saber cómo en una cama diferente. Todos llevaban puesto el mismo pijama azul, y allí en la plaza había mujeres y hombres de diferentes edades, razas y continentes. Incluso unos pocos niños, algunos disfrutando con esta extraña aventura, otros llorando sin parar.
No había ninguna conexión entre ellos, nadie sabía qué podía haber pasado, cómo alguien los podía haber llevado a aquel lugar, pero después del primer momento de miedo y sorpresa pasaron a la acción; formaron grupos para inspeccionar el pueblo; quedaron en una hora en la plaza para compartir lo que habían descubierto, y así pasó aquella hora y allí se reunieron todos otra vez: habían encontrado muchos parques, un spa, una piscina, un cine,… habían descubierto, también, muchos altavoces repartidos por distintas zonas. Sin embargo, no habían encontrado el modo de salir del pueblo, porque Villaflores estaba rodeado no por un muro o un río u otra barrera natural, sino por un cristal gigante que se elevaba a más de 50 metros sobre el suelo.
El descubrimiento creó el pánico entre aquellos hombres y mujeres que no comprendían nada, entonces sonó por los altavoces un tono como el que suena en los aeropuertos antes de que llamen a alguien que va a perder su vuelo. Después, una voz metálica dijo:
—Habitantes de Villaflores, el desayuno está preparado en sus cocinas. ¡Buen provecho!
Y era verdad, pues la plaza se llenó de olor a café, a galletas recién hechas y a tostadas.
Alicia fue la última en abandonar la plaza, no quería desayunar. Tenía tanta hambre como el resto, pero no entendía cómo podían comer aquella comida, ¡podría estar envenenada! ¿Quién les daba esa comida? ¿Por qué los habían traído allí? ¿Cómo confiar en ellos?
Pero el desayuno no estaba envenenado, ni la comida, ni la cena. El ritual era el mismo: la llamada por megafonía y la comida lista en las casas. Aparecía en un armario de la cocina que solo se podía abrir durante las comidas.
Alicia, como muchos otros, pasó el primer día sin comer, solo buscando la manera de salir de aquel lugar. Lo intentó por el armario, pues obviamente por algún lugar tendrían que poner la comida, pero los armarios parecían parte de la pared, y después de recoger la comida las puertas se cerraban herméticamente. Luego recorrió cada una de las calles buscando algo, alguna grieta, algún hueco… Nada. Se fue a dormir con mucha hambre y pensando en lo que haría al día siguiente: inspeccionar el muro de cristal.
Y así lo hizo. Esta vez sí desayunó, después de todo nadie había muerto y necesitaba fuerzas para su búsqueda. No lo reconocería en público, pero aquella comida estaba riquísima. Después de comerlo todo y saludar fríamente a los que se encontraba, fue directamente al muro.
El muro de cristal, como ya sabemos, rodeaba Villaflores y medía bastantes metros de alto. Su superficie era lisa, por lo que era imposible escalarlo y estaba demasiado alto para intentar fabricar una escalera. Lo más raro, sin embargo, era que no se veía nada al otro lado del cristal. Era de día pero al otro lado todo estaba oscuro.
Recorrió durante horas todo el muro sin encontrar una puerta o algo parecido, nada. Iba a volver a casa cuando la megafonía sonó de nuevo.
—El horario de visita comienza.
Alicia escuchó un murmullo al otro lado del cristal. Eran unos ruidos extraños, como de animales mezclados con sonidos mecánicos. Entonces el cristal cambió y se volvió transparente. Alicia dio un grito de terror, quería correr pero estaba hipnotizada por lo que veía detrás del muro: allí, unas criaturas el doble de altas que los humanos la observaban con unos enormes ojos negros. Sus cuerpos eran morados y muy alargados, todos miraban hacia ella y hablaban unos con otros, señalándola.
La chica no podía creerlo: Villaflores era una atracción de un zoo alienígena.
Alicia corrió a toda prisa pero cuando llegó a la plaza todo el mundo ya sabía la terrible noticia. Todos hablaban de esos seres al otro lado del cristal que les miraban, se iban y aparecían otros, y así a lo largo de toda la mañana. Después de unas horas el cristal se había vuelto oscuro de nuevo. Todos coincidían en la idea del zoo, en el que ellos serían la representación de la raza humana.
Había dos grupos claramente enfrentados: un grupo parecía, si no contento, conforme. Varias personas venían de situaciones difíciles y ahora tenían más comodidades que en su anterior vida.
En realidad era cierto: las casas tenían todo lo que necesitaban y mucho más: baños de lujo, videoconsolas, libros, televisiones… En el pueblo había una piscina, un cine, parques… Y no tenían que preocuparse ni de la comida ni del dinero.
En el otro extremo estaban los inconformistas con la situación. Eran prisioneros. Vivían en una jaula de oro, en una cárcel y no tenían libertad. Este grupo, en el que se encontraba Alicia, quería hacer huelgas de hambre y manifestaciones delante de los visitantes del zoo. Incluso alguien, medio en broma medio en serio, propuso hacer un espectáculo obsceno enfrente del cristal.
En medio de estas discusiones llegó uno de los niños llorando.
—¡Se ha caído, se ha caído!
—¿Quién se ha caído? —preguntó Alicia.
—Una niña, estábamos jugando subidos a los árboles de un jardín, y la niña se ha caído.
—Vale, voy contigo. Llévame hasta donde está.
Alguien que decía ser médico acompañó a Alicia y al niño hasta el lugar donde estaba la niña. La niña estaba en el suelo inconsciente. Se acercaron a la niña pero antes de poder tocarla una luz les iluminó desde arriba. Alicia miró al cielo y desde lo alto bajó a gran velocidad un objeto volador, del tamaño de un coche. Iba hacia ellos.
Los tres se apartaron justo en el momento en el que un brazo mecánico cogió a la niña herida y la llevó al interior del objeto volador. Después, volvió a subir y desapareció.
Llegó la noche y la niña no había sido devuelta. Todos se fueron a dormir esperando que todo fuera mejor al día siguiente, pero por la mañana pasó algo más inquietante todavía.
Después del kikirikí del gallo sonó el grito de una niña. Algunos se acercaron a la casa donde vivía la niña herida el día anterior, y cuál fue su sorpresa cuando vieron que allí había otra niña diferente, llorando y preguntando dónde estaba. Y la gente entró en pánico.
Si enfermaban o morían los sustituían. Así de simple.
Pero mientras todos se lamentaban por lo que habían descubierto, Alicia sonreía, porque había encontrado la manera de escapar de allí.
Después de mucho pensarlo, Alicia decidió engañar a los dueños del zoo. Ella era una aficionada al submarinismo y a la natación, y era capaz de aguantar mucho tiempo sin respirar debajo del agua, así que fingiría ahogarse en la piscina. Otras opciones como romperse un brazo o hacerse una herida profunda no eran buenas, no solo porque luego no podría correr si lo necesitaba, sino también porque dolía mucho.
Así que unos días después, para aparentar normalidad, fue a la piscina y fingió que no sabía nadar, y así repitió esta rutina varios días, mostrando que el agua para ella era un peligro. Al décimo día, fue a la parte más honda de la piscina y allí fingió que no podía nadar y que se había ahogado. Dos mujeres que tomaban el sol fueron las primeras en darse cuenta de “la tragedia” y pidieron ayuda.
—No, no —pensaba— no me ayudéis. Y ya se había metido otra mujer en la piscina para rescatarla cuando el objeto volador hizo aparición y recogió el cuerpo de Alicia. ¡El plan había funcionado!
Volaron durante unos segundos hasta que subieron tanto que Alicia pudo ver que lo que ellos pensaban que era el cielo realmente era una ilusión, un holograma que el objeto volador cruzó para llegar a un lugar lleno de cables, tuberías y máquinas, y allí tiró a Alicia a un contenedor. Alicia no se movió durante unos minutos, tenía que seguir fingiendo que estaba inconsciente o muerta. Después se asomó al exterior del contenedor; el lugar en el que se encontraba parecía el interior de una fábrica de coches, con muchas máquinas moviéndose y kilómetros de cables que iban de un lado a otro.
Entonces vio a uno de aquellos seres, este pulsó un botón al lado de una plataforma. En la plataforma apareció mágicamente una mujer dormida. ¡Era su sustituta! ¡Alicia había descubierto cómo los teletransportaban!
El alienígena se llevó a la mujer y desapareció por una puerta. Era su momento. Alicia salió del contenedor y se dirigió despacio hacia la plataforma. De repente se encendieron unas luces rojas y sonó una alarma. El alienígena volvió y la vio, no había tiempo para pensar.
Alicia corrió a toda velocidad hacia la plataforma, dio al botón que le había visto pulsar y dio un salto hacia la plataforma. Oyó un zumbido y luego solo había oscuridad.
Despertó en una cama, no sabía dónde estaba. Miró por la ventana y vio el Kremlin a lo lejos, estaba en Moscú, a miles de km de su apartamento en Barcelona.
Estaba en casa.
Tardó días en tener una oportunidad para llevar a cabo su plan. Los mismos días que tardó alguien en enfermar. Esta vez fue un señor mayor, de unos 60 años.
Era un viejo con una mentalidad de adolescente, intentaba mostrar siempre lo ágil que estaba para su edad, lo fuerte que estaba para su edad, lo flexible que era para su edad… Sí, era un Superman de la tercera edad, pero como Superman, tenía su punto débil: alergia a los frutos secos.
Aquel día hacía mucho sol y Andrés, que así se llamaba, cogió la bolsa de la comida y fue a un parque a comerla, sacó un sándwich de la bolsa y lo mordió y justo en ese mismo momento se dio cuenta del error que había cometido: ¡el sándwich era de mantequilla de cacahuete!
—¡Un médico, un médico! —gritó el pobre Andrés.
Alicia al oírlo corrió hasta el lugar. En unos segundos un objeto volador como el que se había llevado a la niña bajó de los cielos, tenía que actuar rápido. En el instante en el que el brazo mecánico iba a coger al viejo, ella lo empujó y se puso en su lugar. El brazo la atrapó y la llevó por los aires. ¡Lo había conseguido! Alicia dijo adiós con la mano a los que la miraban desde abajo, sorprendidos.
Ahora lo importante era reaccionar rápido. —Cuando la máquina aterrice me esconderé y buscaré la puerta de salida —pensaba—, luego buscaré el modo de volver a casa.
Pero seguía subiendo más y más y más… y cada vez se hacía más difícil respirar. Cuando estuvo a la suficiente altura vio cómo Villaflores era en realidad un pequeño satélite artificial, una pequeña bola en medio del espacio. Había otros satélites cerca, seguro con otras especies que vivían en el universo, la verdad es que era una obra tecnológica impresionante.
Ya ni podía respirar cuando el brazo metálico la lanzó hacia el espacio exterior, y pocos segundos antes de morir, Alicia echó de menos el olor a café por la mañana.
Iba a salir corriendo hacia el pueblo para contar a todos la verdad cuando oyó algo en su cabeza. “Se va corriendo”, “tengo miedo”, “no te preocupes, este cristal nos mantiene a salvo”. Paró. “Se ha parado, ¡Ahora tengo más miedo!”. Alicia se giró y corrió hacia el cristal, los seres se alejaron. “¡Viene, viene! Espero que este cristal sea lo suficientemente fuerte!” “ A mí lo que me da miedo es que nos contagie con algún virus de su planeta”.
Podía escuchar lo que pensaban los monstruos, aunque parecía que la telepatía no funcionaba en las dos direcciones, ya que ellos no reaccionaban ante sus pensamientos. Decidió volver al pueblo para contarles al resto lo que había descubierto.
Cuando llegó, la noticia de que eran una atracción más de un zoo extraterrestre ya era conocida por todos, y así hablaron y hablaron durante horas -no tenían otra cosa mejor que hacer-, discutiendo sobre teorías de por qué los habían seleccionado a ellos. Alicia no dijo una palabra en todo el tiempo, escuchando a unos y a otros. Nadie comentaba lo de la telepatía. ¿Sería ella la única que podía leer la mente de aquellos seres? ¿Qué tenía ella de especial?
Al día siguiente volvió al borde del cristal, pero esta vez con papeles y un pintalabios, pues era lo único que había encontrado para escribir.
Llegó al borde y después del aviso por megafonía, el cristal se volvió transparente y allí estaban de nuevo los seres, y otra vez en su mente aparecieron los pensamientos de los visitantes. Alicia cogió el pintalabios y escribió en un papel:
Os puedo oír
Quiero hablar con el director de este lugar
Fue hasta la puerta y la cruzó, había un túnel oscuro por el que caminó durante unos minutos hasta que llegó al final. Una puerta mecánica se abrió y la luz le hizo cerrar los ojos, estaba en una sala iluminada donde tres de aquellas criaturas la esperaban sentadas en tres sillas enormes, tan enormes como ellos.
“Hola, Alicia. ¿Es verdad que puedes leer nuestras mentes?”, dijo alguno de ellos en su cabeza.
—Sí, y supongo que vosotros podéis entender mi idioma, ¿verdad?
“Nuestra inteligencia es muy avanzada, sí, y podemos entender cualquier idioma de las criaturas inferiores a nosotros, igual que vosotros podéis comprender a una de vuestras mascotas en lo básico: cuando está triste, cuando tiene hambre… Lo que no nos había pasado todavía en la raza humana era encontrar a alguien con el don”.
—¿Y qué es el don?
“Esta instalación, como ya habrás adivinado, es algo parecido a un zoo de vuestro planeta, pero no solo eso, buscamos especies con las que poder comunicarnos y poder transmitirles nuestro conocimiento. Vosotros no sois los primeros humanos que están aquí, cada doscientos de vuestros años traemos un grupo de humanos para observarlos, estudiarlos y ver si ya han dado el siguiente paso en la evolución: la telepatía con nosotros”.
—Entonces yo…
“Eres el siguiente paso en la evolución, Alicia, y por lo tanto tu especie no volverá a ser parte de nuestro zoo”.
—Pero yo soy una persona normal, nunca he destacado en nada en especial.
“Eres la primera y seguramente poco a poco aparecerán más. Os devolveremos a la tierra. Ninguno recordará haber estado en este sitio. Ninguno menos tú. Hasta pronto, Alicia”.
Y de repente Alicia sintió mucho sueño y perdió la consciencia, cuando despertó estaba en su cama en Barcelona. Miró la fecha y había vuelto al pasado, la misma fecha que el día que despertó en Villaflores. Nadie sabía que había desaparecido durante unos días.
Abrió la ventana y escuchó los ruidos de la ciudad, pensó que después de todo su pequeño piso no estaba tan mal. Volvió a la cama y cogió su móvil, ¡cuánto lo había echado de menos! Miró los mensajes de las redes sociales y abrió el buscador de internet.
Tecleó la palabra “telepatía”.
Todo aquello era una locura, pero tenía que arriesgarse. Miró y escuchó de nuevo a los alienígenas. “No tiene valor para hacerlo” “Pobre chica, no sabe lo que hace”.
—¡Dejad de hablar a mi cabeza por favor! ¡La, la, la, la! —cantó para no escuchar a las voces y fue corriendo hacia la puerta.
Cuando la cruzó encontró un vehículo; se subió a él y el vehículo fue a toda velocidad a lo largo de un túnel, después de unos minutos llegó hasta una puerta y el vehículo paró. Se bajó y fue hacia la puerta, la abrió, y lo que vio era impresionante.
Estaba en un puente de mando de una nave espacial.
A través de enormes ventanas podía ver el espacio. Era un espectáculo maravilloso ver aquel mar de estrellas. También podía ver la Luna. ¡Qué preciosa desde tan cerca! Y allí, a lo lejos, el Sol. Por lo tanto, estaban muy cerca de la Tierra, estaba buscando su planeta cuando sonó una voz en su cabeza.
“Alicia, estoy detrás de ti, no te asustes”.
Alicia se giró y vio a uno de los seres morados.—Es maravillosa esta vista, pero no entiendo qué hacemos aquí.
“Eres una telépata. Suponíamos que alguna habría entre los rescatados. Al menos tendremos a alguien con quien comunicarnos con vosotros”.
—¿Soy telépata? Nunca había experimentado algo así.
“Es como si un perro —explicó el alienígena— fuera capaz de entender el lenguaje humano. Eso es lo que te está pasando ahora. Puedes escuchar lo que decimos nosotros porque de alguna manera eres un paso más en la evolución humana, y nosotros nos comunicamos así, con nuestras mentes. ¡Qué pena, demasiado tarde!”
—¿Demasiado tarde para qué? ¿Y qué significa eso de que somos los rescatados?
El alienígena le señaló con el dedo hacia la izquierda. Alicia miró hacia allí. Entonces comprendió. En el lugar donde había estado la Tierra ahora solo había fragmentos flotando en el espacio.
“Habéis destruido vuestro planeta, supimos que pasaría esto hace unos cien años y preparamos esta estación espacial para salvar a algunos de vosotros y poder estudiar vuestra raza”, le dijo la voz del alienígena mientras ponía su mano en el hombro de Alicia. “¡Qué suerte has tenido! ¿Verdad?”.
Alonso untó la mantequilla en su tostada y la mordió con placer.
—¡Qué maravilla! Cada vez lo hacen mejor.
Cogió la taza de café, le encantaba el aroma del café. Después se tomó tranquilamente el resto del desayuno mientras veía una serie de televisión.
Aquel día empezó como cualquier día desde que Alonso había llegado a Villaflores de manera misteriosa. Después de desayunar se ponía ropa deportiva, su reproductor de mp3 y salía a correr. Ese momento era uno de sus preferidos: escuchar su música favorita, una mezcla de grupos como Queen, Extremoduro, algo de flamenco y bandas sonoras de películas. Sudar, mover el cuerpo… Le hacía sentirse bien y le daba fuerzas para todo el día. Después de una ducha caliente se ponía de nuevo el pijama azul e iba a “su trabajo”.
Como cada día Alonso se acercó al muro de cristal que rodeaba el pueblo y esperó. Echó un vistazo al cristal: aunque era casi mediodía al otro lado del cristal había una oscuridad total. Miró su reloj, quedaban ya pocos segundos para…
—El horario de visita comienza. Compórtense con naturalidad —dijo por megafonía la misma voz que les anunciaba las comidas.
—Allá vamos —pensó Alonso.
Entonces el cristal se volvió transparente. Al otro lado estaba su público: criaturas el doble de alto que un hombre medio, de color morado, con las piernas y los brazos alargados, y sobre los hombros lo que parecía ser una cabeza pero solo con los ojos, ni boca ni orejas ni nada más. Eso sí, todos dirigían esos ojos hacia Alonso, que era el humano preferido de los visitantes de aquel zoo intergaláctico.
Alonso hizo el mismo número que hacía cada día desde que hace un mes había visto a aquellos seres por primera vez. Esa vez le dieron tanto miedo que huyó unos metros, pero después se giró y volvió. Aquellos seres no dejaban de mirarlo, empezó a saltar, y más seres se acercaban a mirarlo. Puso caras de diferentes gestos: miedo, alegría, desesperación, sacó la lengua… Cada gesto parecía gustar más a su morado público. Y desde aquel día se había convertido en una estrella.
Fracasado en la vida, abandonado por su mujer y odiado por amigos y familiares, ahora era el centro de atención de miles de alienígenas al día. Su vida había cambiado para bien, y no había nada ni nadie al que echar de menos.
Además, aquel día era especial, era su cumpleaños, 40 años. Por ser su cumpleaños esa mañana había un mensaje en su mesa, y mientras volvía al centro del pueblo lo releyó varias veces:
Feliz 40 cumpleaños, Alonso.
Te regalamos tres deseos.
Tres deseos, ¡qué bien se portaban estos extraterrestres con él! Había habido más cumpleaños, y siempre la persona que los cumplía se había encontrado un pastel, un regalo, pero nunca a nadie le habían regalado tres deseos, y eso era la prueba definitiva de que era el favorito.
Pensó bien qué deseos debería pedir. En el papel solo había una norma: no se podía desear salir de allí ni traer a alguien de fuera. No había problema, ¿a quién iba a traer? ¿Y para qué salir? Su nueva vida allí era perfecta.
Así que pensó bien los deseos. ¿Algún objeto? ¿Alguna comida que echaba de menos? No, no podía gastar un deseo en algo de tan poca importancia. Miró por la ventana de su cuarto y vio a unos niños jugando al fútbol con una piedra… Y entonces supo cuál sería su primer deseo.
—Deseo que tengamos un campo de fútbol y todo lo necesario para jugar.
Y de repente sonó un ruido terrorífico, como si fuera un terremoto. Los niños corrieron gritando y llorando. Durante casi una hora hubo temblores y el ruido permaneció asustando a los habitantes de Villaflores, pero cuando todo acabó, el ruido dio paso a gritos de alegría. Alonso salió de casa.
Vio correr a muchas personas en dirección a un terreno que antes estaba vacío y ahora era un campo de fútbol con sus porterías, su césped en perfecto estado e incluso con gradas para el público. Además, había balones de fútbol y camisetas para jugar.
“Vaya, vaya,” pensó Alonso, “ parece que esto va en serio”.
Durante toda la mañana jugaron al fútbol, organizaron un campeonato en el que todos participaron. Los equipos estaban formados tanto por hombres como por mujeres y por gente de distintas edades. Allí daba igual el resultado, lo importante era la alegría que habían sentido todos. Muchos consideraban Villaflores como una cárcel, pero Alonso vio por primera vez felicidad y alegría generalizada. Y se sintió bien.
Mientras comía, pensó en el siguiente deseo y qué le gustaría a sus vecinos, qué sería interesante para la mayoría de ellos. El fútbol había sido un acierto pero no a todo el mundo le gustaba. Algo para sentirse bien, algo para ocupar el tiempo libre…
—Ya sé —pensó. Parecía un deseo muy difícil, pero había que intentarlo. —Deseo que cada uno de los habitantes de Villaflores reciba una mascota que le guste —pero no pasó nada. Era un sueño muy difícil de cumplir, estaba claro. Y a lo mejor los animales estaban dentro de la norma “no traer a nadie de fuera”, así que Alonso se tumbó en el sofá para dormir la siesta. Ya pensaría después en otro deseo.
Un par de horas más tarde una lengua húmeda le lamió la cara y le despertó. Abrió los ojos y delante de él había un perro precioso.
—¿Pero de dónde has salido tú? —El perro ladró. Alonso estaba contento. Su segundo deseo se había cumplido. Salió a la calle y vio a niños con jaulas con hámsteres, loros, ardillas,… algunos perros jugaban corriendo en el parque, y los amantes de los gatos disfrutaban de ellos en sus casas.
Alonso se sentía genial. Salió de casa para dar un paseo con su nuevo amigo, pero no se dio cuenta de que al sacar las llaves para cerrar la puerta se cayó de su bolsillo un papel. Minutos después de irse alguien lo recogió y lo leyó con asombro: “tienes tres deseos”.
Alonso lo primero que hizo en el paseo fue ir hasta el cristal y mostrar a su nuevo amigo a los visitantes del zoo. Y allí estaban esperando para ver a Alonso. Alonso acercó al perro al cristal, algunos se asustaron al ver al animal, otros lo miraban curiosos.
—Todavía no tienes un nombre —le dijo Alonso a su mascota—. ¿Qué nombre te ponemos? Te voy a llamar Cristal, en honor a esos —decidió finalmente mirando a los alienígenas. Saludó a su público y volvió al pueblo. Allí le esperaba una mujer, Aurora, seria.
—¿Qué pasa, Aurora?
—Hay una cosa muy urgente, Alonso. Tienes que venir conmigo.
Alonso no comprendía nada. ¿Qué pasaba? Seguro que algo malo. —¡Vaya! —pensó—, ¡para un año que no está mi familia para estropearme el cumpleaños!
Alonso siguió a Aurora por las calles de Villaflores. No había nadie, y las luces de las casas estaban apagadas. Cada vez estaba más preocupado. Entonces fue cuando llegaron a la plaza del pueblo y Alonso se llevó la mejor sorpresa de su vida.
Allí estaba todo el pueblo y habían organizado una fiesta de cumpleaños para él con comida, música y baile.
—Nos enteramos de que era tu cumpleaños y de lo que habías hecho con tus deseos —le dijo Aurora enseñándole el papel que había perdido—. Cualquiera habría pedido cosas para sí mismo y tú decidiste compartirlo con todo el pueblo. Así que lo vamos a celebrar juntos.
La fiesta fue un éxito. Todo el mundo disfrutó, bailó y se olvidó de su situación por unas horas. Aquel día a nadie le parecía tan malo estar allí. La fiesta terminó con la última canción, una lenta para bailar en parejas. Aurora se acercó a Alonso y le invitó a bailar. Era muy tímido con las mujeres, pero aceptó y salió a bailar con ella.
Y olvidó pedir su tercer deseo, porque por primera vez en años sintió que era feliz.
Alonso estaba contentísimo con su nuevo amigo. Lo primero que hizo, por supuesto, fue mostrarlo al público del zoo. Algunos tenían miedo del animal, otros lo miraban y lo comentaban con el de al lado.
—Parece que eres una estrella. Te voy a llamar como a una estrella de cine… No sé, Marlon o algo así —saludó a los alienígenas y volvió al pueblo para ver qué tal le iba a la gente con sus mascotas. Sin embargo, no encontró la alegría y la felicidad que él esperaba. En su lugar encontró a todo el mundo discutiendo y esperándolo en la puerta de su casa.
Un hombre llamado Adán tenía en la mano el papel con la información de los deseos.
—Lo sabemos todo, Alonso, sabemos que has sido tú el de las mascotas y el del campo de fútbol.
—¿Por qué no dijiste nada? —dijo otra persona.
—¿Y por qué has llenado el pueblo de animales? ¡Muchas gracias por llenar nuestras casas y calles de excrementos! —gritó otro.
—¿Y por qué a ti te dan ese regalo y a los demás como mucho un mueble más para la casa? —La tensión iba en aumento. Alonso intentó explicarse—. Yo solo intentaba hacer mejor el pueblo. Solo quería hacer cosas para mejorar nuestra situación.
—Somos esclavos, Alonso. No va a mejorar nuestra situación. Cuando seamos libres, entonces sí que estaremos bien. Vamos a decidir entre todos cuál será el tercer deseo. Creo que es lo más justo ¿verdad? —Esta última frase fue seguida de aplausos y de sugerencias. Otros pedían tranquilidad y dejar en paz a Alonso, pero Adán calló a todos cuando golpeó a Alonso con su puño como un boxeador. Alonso cayó al suelo de inmediato.
—Yo te voy a decir lo que vas a desear o te mato a golpes —Más aplausos de los asistentes. Los pocos que defendían a Alonso se fueron para no tener ellos también problemas—. Vas a decir ahora mismo las palabras mágicas —dijo Adán—. Deseo… deseo… deseo una enorme barbacoa con muchas, muchas bebidas alcohólicas.
Alonso negó con la cabeza, lo que le valió más golpes ya no solo por parte de Adán, si no de dos hombres más. Así que Alonso dijo las palabras que le pedían.
Y nunca más tuvo fe en la humanidad.
“Tres deseos”. Estaba emocionado.
La verdad es que ya habían cumplido uno de sus deseos alejándole de su ex-mujer para siempre. Ese había sido también un buen regalo, pero ahora tenía la oportunidad de pedir más cosas, ¿pero qué?
Realmente en Villaflores tenía todo lo que podía desear: comida gratis, una televisión y películas y series ilimitadas, no tener que trabajar y poder dormir horas y horas sin preocupaciones.
Estaba bastante contento y cómodo en aquella situación, y en estos pensamientos estaba cuando llegó a su casa. Y allí apareció Adán, el pesado de su vecino.
—¡Qué pasa, Alonso! ¡Cuarenta años ya, estás muy mayor!
—Sí, sí, muchas gracias.
—Ya tendrás que ir a la cama “prontito”, ¿eh? —Odiaba su sentido del humor —Sí, bueno, hoy no, que hay fiesta.
—¡Ja, ja! Espero que sea una fiesta buena, porque con lo aburrido que eres es posible que veamos una película y juguemos al bingo.
Y se alejó dándole una palmada muy fuerte en la espalda. Alonso odiaba a aquel vanidoso deportista que tenía tanto éxito con las mujeres y no hacía más que hacerlo quedar en ridículo, entonces le vino una idea a la mente.
—Deseo que Adán desaparezca de Villaflores.
Un segundo después, un rayo cayó del cielo y Adán se convirtió en cenizas.
Alonso se quedó blanco y miró a todas partes. Nadie los había visto, pero estaba tan asustado que fue rápidamente a su casa y cerró la puerta. Allí pudo respirar con tranquilidad y pensar en lo que había pasado. Había conseguido eliminar a Adán. Parece que lo de los deseos iba en serio. Funcionaba, y muy bien.
Después del susto se alegró de no volver a ver al idiota de Adán. Así que pensó en el siguiente deseo. ¿A quién podía eliminar ahora? Y salió a la calle a inspirarse.
Y muy pronto encontró esa inspiración.
Adela, una vieja cascarrabias y maleducada pasaba por su calle.
—Buenos días, señora Adela.
—¡Ay, hijo! Buenos días serán para ti, ¿Es que no ves que tengo muchos dolores? ¡Qué asco me dais los jóvenes! Por cierto, estás mucho más gordo, ¿no? —Alonso no se lo pensó mucho más. —Quiero que Adela se vaya para siempre.
Dicho y hecho. Otro rayo cayó del cielo y la vieja se transformó en cenizas.
Alonso esta vez no salió corriendo. Sonrió y pensó en cómo gastar su último deseo.
Y se le ocurrió algo.
Ya era de noche cuando empezó la fiesta de cumpleaños. —¡Qué maravilla! —pensaba Alonso—, ¿Cómo harán los alienígenas para que parezca que es de noche? La verdad es que aquella jaula donde vivían era una maravilla tecnológica.
Alonso llegó a la fiesta muy contento. Sabía lo que pasaba cuando alguien desaparecía: que al día siguiente aparecería otra persona en su lugar. Pasaba eso cuando alguien tenía un accidente grave o moría. Al día siguiente habría otro hombre en la casa de Adán parecido a él, y en la casa de Adela habría otra señora, ojalá más amable. Por eso pensaba que su último deseo, la idea que tenía en la cabeza, podría cumplirse. Total, al día siguiente otra vez habría equilibrio. Así que se arriesgó y mientras caminaba hacia la plaza dijo en voz alta su último deseo.
—Deseo que todos los hombres de Villaflores desaparezcan.
Y vio cómo numerosos rayos caían del cielo en diferentes partes del pueblo. ¡Había funcionado! Así que cuando entró en la plaza del pueblo no había ningún hombre más que él en su fiesta de cumpleaños. En la fiesta del humano más popular del zoo alienígena. 157 mujeres y él.
Nadie más hasta el amanecer.
Sabía que tenía una gran oportunidad. Cuando alguien en Villaflores moría o enfermaba de gravedad era sustituido a la mañana siguiente por otra persona de similar edad ,sexo y raza.
Por eso pensaba que su deseo podría hacerse realidad, porque solo tendría consecuencias para esa noche, la noche de su cumpleaños. Así que se duchó, se afeitó, se echó su perfume favorito… Estaba listo para triunfar en aquella noche tan especial.
Salió a la calle y allí pronunció contento y seguro de sí mismo su último deseo:
—Deseo que desaparezcan todos los hombres de Villaflores.
Y vio cómo caían rayos en distintas partes del pueblo. ¡Había funcionado! ¡Todas las mujeres de Villaflores solo para él durante una noche!
Minutos más tarde, en la plaza estaba todo preparado para la fiesta. Comida, bebida, incluso música. Todo para el favorito de los alienígenas.
—Pues no sé por qué les parece tan simpático. A mí me parece un idiota —comentó Arancha mientras bebía su cerveza.
—Sí, además piensa que es muy gracioso, pero en realidad es un pesado —dijo Ariadna y todas rieron.
—¿Recordáis el día que intentó ligar conmigo? —dijo otra mujer.
La verdad era que Alonso era querido por los extraterrestres pero no era una persona muy querida dentro de Villaflores. Arancha volvió a hablar.
—Luego dicen de las mujeres, pero aquí los que siempre llegan tarde son los hombres. ¿Cómo es posible que no esté todavía ninguno?
—¡Ni siquiera el que cumple años! Voy a buscarlo —dijo Ariadna.
Cuando llegó a la puerta de la casa de Alonso no había nadie y las luces estaban apagadas.
Lo único que encontró fueron unas extrañas cenizas enfrente de la puerta.